Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén
y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas.
Hizo
un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus
ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó
sus mesas
y dijo a los vendedores de palomas: "Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio".
Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá.
Entonces los judíos le preguntaron: "¿Qué signo nos das para obrar así?".
Jesús les respondió: "Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar".
Los
judíos le dijeron: "Han sido necesarios cuarenta y seis años para
construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?".
Pero él se refería al templo de su cuerpo.
Por
eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había
dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había
pronunciado.
Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba.
Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos
y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: él sabía lo que hay en el interior del hombre.
Esa noche soñé que la tierra temblaba.
Hombres y mujeres corrieron todos al templo para implorar por su salvación. Los animales, sin embargo, salieron a campo abierto... Y pensé, pobres bestias, que Dios les asista, pues ellas no saben rezar.
Pero, en mi sueño, techo y muros del templo se hundieron hacia el interior, sepultando a hombres, mujeres y rezos.
Cuando el temblor pasó, nada quedaba del gran templo en pie. Y nadie, de haber quedado alguien, hubiera reconocido que, en aquel lugar, pudo alzarse tal prodigio de la arquitectura humana dedicada a su Dios.
Y pensé en buscar a alguien con quien volver a empezar.
Mientras, más allá de los restos de la muralla, lucía el sol en el primer día de una hermosa primavera.
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