domingo, 1 de marzo de 2015

Marcos 9, 2-10

Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. 
Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. 
Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. 
Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". 
Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. 
Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: "Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo". 
De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos. 
Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. 
Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría "resucitar de entre los muertos". 


Recordad quién estaba con Él. Era Elías, quien anunciaba el sendero que no llegaría a conocer. También Moisés, que lo anduvo como guía del resto sabiendo que nunca podría pisar la meta. Ellos están allí... tras haber caminado contra la corriente y a ciegas. ¿Cómo fueron capaces? ¿Qué fuerza les guió?
Ahora, cercano ya el campamento del resto, no nos quedan dudas acerca de que no existe un final, mas, si dudamos, es de nuestra valentía para afrontar los pasos que aún están por dar.
Allí en la cima... todo era paz. Menos la sensación de miedo a emprender el descenso.
Sabíamos que quedarnos allí -cerrados los ojos, apretados los puños- era la última oportunidad para no iniciar nuestro camino, descalzos, por los cristales de esta realidad.
Verles nos ayudó a creer más en Él. Ojalá un ápice de su fuerza nos permitiera creer en nosotros...

No hay comentarios:

Publicar un comentario