lunes, 9 de marzo de 2015

Lucas 4, 24-30

Cuando Jesús llegó a Nazaret, dijo a la multitud en la sinagoga: "Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra. 
Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó a todo el país. 
Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. 
También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio". 
Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron 
y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo. 
Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino. 


En tierra de hombres es locura presentarse como tal para hacerles abrir los ojos. Ninguno se dará la vuelta en la cueva para mirar hacia la entrada si es la voz de un igual la que le llama.
Pero ellos son el camino.
Siglos esperando la señal que llegue desde el cielo, y todo lo que escuchamos es una voz que viene de nuestra ciudad, de nuestro barrio, del cuarto de al lado...
No te quejes si, como profeta, no eres escuchado en tu tierra. Pregúntate, mejor, a qué profeta sin voz tienes abandonado. ¿Al abrazarle, quién será el salvado?

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