lunes, 23 de marzo de 2015

Juan 8, 1-11

Jesús fue al monte de los Olivos. 
Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles. 
Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, 
dijeron a Jesús: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. 
Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?". 
Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo. 
Como insistían, se enderezó y les dijo: "El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra". 
E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. 
Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, 
e incorporándose, le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?". 
Ella le respondió: "Nadie, Señor". "Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante". 


La primera piedra golpeó el recuerdo de su hijo... Rezaba por que no presenciara su ejecución.
La segunda dio en la imagen de su padre. En el último abrazo que de niña le dio.
Otra, grande, fue directa a los mil momentos felices con su esposo...
Y una última -al verse mísera, ya arrodillada- se clavó en su corazón.
...
"¿Hoy era lo de esa chica?"
"Sí...
Ojalá Él hubiera estado también aquí."
...
Esa noche, algunos soñaron ahogarse en el templo.
Otros, sólo corrieron a esconder sus sueños.

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