miércoles, 4 de febrero de 2015
Marcos 6, 1-6
Jesús salió de allí y se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga, y la multitud que lo escuchaba estaba asombrada y decía: "¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada y esos grandes milagros que se realizan por sus manos?
¿No es acaso el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?". Y Jesús era para ellos un motivo de tropiezo.
Por eso les dijo: "Un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa".
Y no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de curar a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos.
Y él se asombraba de su falta de fe. Jesús recorría las poblaciones de los alrededores, enseñando a la gente.
"¿De dónde surge su poder?"
Esperamos siempre que la luz venga de fuera. Cuanto mayor sea su resplandor, de más lejos ha de venir. Preferimos la gran luz que de lejos habrá de llegar, eternamente esperada, de fácil dosificación en la espera, a la pequeña llama presente, a quemarropa.
Porque aquí, donde pisamos, preferimos creer que sólo cabe polvo, que sólo cabe lo que nuestros pies ya saben pisar: el camino por el que de día transitan.Un camino que no nos interroga, no nos produce la inquietud que genera la libertad. Un camino organizado, de carriles definidos, hechos para un tránsito individual en el que se debe evitar la colisión. Para evitar sobresaltos, reglas de tráfico humano y una prudente separación. Creemos lo que es práctico creer.
Habitamos la penumbra. Recelamos de cualquier brillo delator que pueda mostrar nuestro rostro, nuestra verdadera intención, más allá de muecas, de cómodas redenciones lejanas y de palabras recitadas al unísono.
Pero ya no sirve la excusa de la ignorancia. Ahora sabemos que la gran luz surge de la colisión de los átomos de aquéllos que aceptan la erosión del abrazo, el riesgo de la fricción.
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