Entonces llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros.
Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero;
que fueran calzados con sandalias, y que no tuvieran dos túnicas.
Les dijo: "Permanezcan en la casa donde les den alojamiento hasta el momento de partir.
Si no los reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos".
Entonces fueron a predicar, exhortando a la conversión;
expulsaron a muchos demonios y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo.
Así nos mandó, de día... sin nada.
"No nos pesa una ligera provisión y nos protegerá de los peligros del camino", dijimos.
Pero salimos sin nada más que, al principio, el enfado. Nos envió al mundo, sin las herramientas del mundo. Salimos a hablar al mundo en una lengua que nada tenía que ver con él.
Hoy, mirando atrás, vemos con más claridad.
Las herramientas del mundo son atraídas por su imán... así pudimos volar sobre las ciénagas del egoísmo, las cumbres de la soberbia, las simas del autoengaño. Nada nos pesaba y hasta las sombras que siguen a nuestro cuerpo se transformaron en heraldos que difundían nuestros pasos.
Y así aprendimos la lengua que el mundo no entiende. La que nos permitió hablar a los corazones cautivos sin que los celadores del mundo detectaran a tiempo el peligro de nuestro mensaje. La lengua que, hoy, no necesita ser hablada ni aprendida por un sinfín de mujeres y hombres que también anhelan escapar.
Lengua de actitudes, de hechos. En la que el verbo "creer" es sinónimo de "actuar", y "añorar" es sustituido por "construir". En la que el verbo "saber" no importa, basta con el verbo "buscar".
Y así nos mandó. Sin nada.
...Sólo una mano vacía puede acariciar otra mano.
Ahora sí, vemos con claridad.
Nos envió de noche. El día lo hacía su luz.
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