Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis.
Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos.
Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua.
Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: "Efatá", que significa: "Abrete".
Y enseguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.
Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban
y, en el colmo de la admiración, decían: "Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos".
"¡Ábrete!" Y la carne acataba su palabra...
Tiempo hace de aquellos hechos excepcionales que fueron megáfonos de su presencia, pese a que los procuró silenciar. Pero ¿cómo hacer callar a quien libras de un grillete en la garganta? Tuvo poder para abrir sus sentidos, pero no fue suficiente para frenar las lágrimas de júbilo de aquél a quien sacó de su sepultura de silencio.
No limitó su poder, sabiendo que le condenaría a ojos de los que juzgan sin ser jueces. A mis ojos, no fue suficiente su prudencia... aunque ¿cómo frenar la compasión de aquél que ha venido a reventar grilletes y cadenas?
¡Qué minúsculo parece hoy aquel poder para moldear la materia! Le mirábamos asombrados, como niños, y para Él no era más que arrancar un pellizco de barro para el alfarero. Y ¡tanto escándalo! ¡Cómo íbamos entonces a entender que su misión no era enseñarnos a dar forma al barro, sino a no dejarnos moldear por él.
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