En aquel tiempo, exclamó Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»
Un hombre llegó a un punto en que el camino se bifurcaba.
No sabía a qué lugar conducían los dos senderos y nada le hacía suponer que uno le fuera a conducir a mejor fortuna que el otro.
Detenido, su rostro se encogió. Ni una señal... ni una indicación... Nada.
El hombre se sentó. Le angustiaba la posibilidad de no acertar. No dominar la decisión por desconocer lo que se ocultaba tras ambas opciones. Le atormentaba pensar qué podía perder en caso de escoger uno u otro ramal.
...
Mientras trataba de decidir en base a criterios diversos, una mujer llegó hasta donde él estaba, le saludó con una sonrisa y continuó caminando.
...
El hombre, admirado, vio claro que aquella mujer sabía a dónde se dirigía... Y, teniéndola todavía a la vista, gritó: "¡Disculpe!" La mujer se detuvo y se giró. "¿A dónde conduce ese camino?"
La mujer respondió: ¡No lo sé!
"Entonces... ¿Por qué ha escogido sin dudar un camino... si no sabe a dónde le llevan?"
¡Por eso. Porque no lo sé!
...
El hombre, tiempo después, aún soñaba de vez en cuando con la sonrisa en el rostro de aquella mujer...
Y siempre dudó si esa sonrisa se debía a lo que esperaba encontrar o era algo más...
tal vez la llave misma que, escogiera el camino que escogiera, iba a llevarle a algún maravilloso lugar.
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