miércoles, 5 de agosto de 2015

Mateo 15, 21-28

En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón.
Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.»
Él no le respondió nada.
Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando.»
Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.»
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: «Señor, socórreme.»
Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos.»
Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.»
Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.»
En aquel momento quedó curada su hija.


Una vez la sal está en el agua, ¿cómo frenar el hambre del mar?
Una vez la luz entra en tu estancia, ¿cómo impedir que tu rostro busque el sol?
Cuando, de noche, nuestro padre comienza su relato, ¿cómo hacer que no acudamos a escuchar?
Cuando una madre acaricia a su hijo, ¿cómo explicarle que no le acariciará más?
...
Os buscarán. Unos para acallaros, otros para suplicaros una palabra.
Hablarán de vosotros. Unos para ahogar vuestro recuerdo, otros para haceros volver.
Soñarán. Unos con vuestro eco, otros con vuestra voz.
Mas todos, un día, desearán volver a teneros cerca. Unos, porque antes no os reconocieron. Otros, porque no os habrán podido olvidar.

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