jueves, 6 de agosto de 2015

Mateo 17, 1-9

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.»
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»


"¿Por qué a nosotros?"
No lo sé...
"Pero... ¿por qué nos ha elegido?"
Olvídalo. Le conoces... eso no nos debe importar.
"Pero nosotros hemos escuchado... ¡hemos visto!"
... Sí...
Debemos...
debemos animar a Andrés. Servir de apoyo al resto.
No puede perderse ninguno... Todos tienen que seguir.
"No sabemos qué nos espera..."
No. Pero todo pueblo lo tiene que saber.

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