Y decía: "El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra:
sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo.
La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga.
Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha".
También decía: "¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo?
Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra,
pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra".
Y con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender.
No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo.
Tras ocho años fuera de casa, el caballero ya no pensaba en su hogar. Habían sido tantas las personas, tantos los lugares, tantas las horas de camino... Una tarde recibió una carta: Ya es hora de regresar. El caballero cayó sobre sus rodillas. No encontraba la respiración.
"El rey preguntará en qué batallas he peleado. Qué nuevo patrimonio conquisté para él... Mas yo tiré al suelo mi escudo y mi espada regalé. Y nada podré decir..."
Ven. Siéntate. ¿Cómo te encuentras?
"Avergonzado, Señor."
¿Puedo saber por qué?
"No he sabido conquistar nada."
Sé que eres ciego. Té describiré lo que has dejado a tu espalda. Mujeres, hombres a los que ganaste el corazón y expandirán nuestro recuerdo hasta el más lejano confín.
Tu pelea la libraste a diario. No puedo tener mejor defensor.
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